Cumplir 11 años no es nada, o al menos esa es la sensación desde la perspectiva del ser humano. A los 11 años apenas hemos terminado de formarnos, nuestro cuerpo no para de cambiar, tenemos una energía desbordante y una curiosidad infinita.
Dicen que los años de perro hay que multiplicarlos por siete de los nuestros. Aunque no es del todo verídica esta afirmación, está claro que el tiempo no pasa igual para ellos. Con sus 11 años recién cumplidos, mi siempre incansable amigo empieza a agotarse por nada. Sigue curioso y con ganas de moverse, pero ya no se mueve del mismo modo.
Cuando vamos a la montaña él llora si me detengo a descansar, haciéndome saber que tiene más energía que yo y tirándome en cara que no puedo tanto como él, pero lo que no sabe es que me doy cuenta de cómo camina, de cómo en ocasiones ya no va y viene mil veces mientras yo hago mi ritmo, de que cuando acelero el paso o corro un poco él se queda atrás trotando con la lengua fuera, en vez de galopar y adelantarme sin mirar atrás.
Hace unos días Phoenix cumplió 11 años. Con sus canas invasoras poblando sus patas y rostro, su cada vez más débil musculatura y su Leishmania, lo celebró subiendo la cima más alta de Girona y una de las más destacadas de Cataluña: el Puigpedrós (2.914 m.), demostrando que aún le queda cuerda para rato.
Con él realicé algunas fotografías de la zona, aunque es de saber popular que es un modelo horrible, pues aunque tiene momentos de posturas majestuosas, cuando detecta cerca una cámara se pone a ladrar sin más. Tras intentar fotografiarlo bajo la Vía Láctea sin éxito, me decanté por las vacas que descansaban en el prado en el que nos encontrábamos, mientras él se escondía detrás de mí mirándolas de reojo con el rabo entre las piernas.