No hay nada más desmotivador en medio de una travesía que salir de la tienda por la mañana y verte atrapado en medio de la niebla y sin ningún rastro de visibilidad, mientras una fina lluvia acompaña al viento que golpea tu cara y piensas en que no te puedes permitir un día de descanso, que hay que avanzar a ciegas, sin saber cómo son los parajes que estás cruzado y poder únicamente apreciar el lugar exacto donde pisan tus pies.
Aun así, estos días más difíciles son los que después se recuerdan con mayor intensidad, son aquellos que crean la aventura y la anécdota. En mi último viaje a través de la Laponia sueca tuvimos varios días de este estilo (que curiosamente se terminaban por echar de menos durante los agradables días en los que salía el Sol). En estos momentos que caminábamos en el interior de una nube que no quería dejar de acompañarnos, también lo hacía el difícil terreno de turba (básicamente suelo que parece seco pero que al pisar uno puede hundirse hasta profundidades insospechables) y extensas zonas de roca húmeda y resbaladiza.
Caminar en estas condiciones realmente ralentiza el ritmo de la expedición y el hecho de ser capaz únicamente de ver el suelo que pisas te hace fijarte más en los detalles que te pasarían desapercibidos si pudieras ver el resto del paisaje. Durante el segundo y tercer día de ruta todo eran piedras. Piedras y huesos. Despojos de las últimas formas de vida que decidieron cruzar esos paisajes pedregosos.
Y no creáis que las piedras son aburridas, ¡Todo lo contrario! Allí quizás era donde estaba toda la emoción del momento, pues las habitaban los colores y las formas de líquenes que llevaban creciendo durante centenares de años. Amarillos, blancos, naranjas, rojos y negros. Todo un espectáculo para la vista que se perdía en el horizonte blanco pero que encontraba su lugar bajo los pies que avanzaban hacia lo desconocido.