Decía el Dr. Ian Malcolm en la primera entrega de Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993) después de ver el criadero de dinosaurios del parque. Y eso es lo que parecían para mi estos recién nacidos. Pequeños dinosaurios en su Nido. Sin alejarse de las teorías que Alan Grant, otro de los personajes de la película, defendía, en las que los dinosaurios eran los antepasados de las aves de hoy en día.
Allí estaban, con un día de vida me perdí el eclosionar de los huevos. Ciegos y sin plumas, descansaban a la sombra de la hiedra que protegía su nido. La madre de los mirlos, decidió colocar su dulce dulce hogar delante de mi terraza, donde comemos los mediodías, cosa que me permitió fotografiarlos sin causarles grandes molestias.
El primer día hubo mucho movimiento en casa, por lo que la madre no se dejó ver y esperó a que termináramos nuestra reunión familiar para alimentar a los suyos. Sin embargo, construí mi propio escondite en la misma terraza de modo que mi presencia pasara desapercibida y esto me permitió fotografiarla sin ser vista, en sus idas y venidas para alimentar a los pequeños dinosaurios en potencia. Los padres hacían turnos para traer a sus hijos gran variedad de manjares (casi todo gusanos) de diferentes grosores, longitudes y coloraciones.
Un día regresé, preparada con mi equipo fotográfico y después de días sin pasar por el lugar y con la ilusión de ver como en tantos días habrían crecido, con la duda de si ya habrían logrado abrir los ojos o si les habrían crecido sus plumas, me encontré con un nido vacío. Me pregunté si mi presencia en las cercanías podría haber ahuyentado a los padres y causado un abandono de las crías, incluso valoré la posibilidad de que algún depredador hubiera hecho de ellos su almuerzo. Pero el nido estaba intacto. No había signos de pelea, ni huesos, ni nada. Demasiado pronto como para que hubieran echado a volar por si mismos.
Olvidé el proyecto y me centré en otras cosas, con la sorpresa de que al cabo de un tiempo, después de pegar un vistazo al nido siempre intacto, algo había cambiado: cuatro huevos verdes ocupaban su interior. La vida se abre camino.
No ahuyenté a los padres, los hijos no volaron, pero sí que alguien se los comió. Aún así, la madre decidió volverlo a intentar. Al día siguiente una silueta oscura se acercó cual cazador entre los arbustos: un gato, directo hacia el nido. No soy muy fan de animar a los perros a perseguirlos, pero digamos que no me importó soltar a Phoenix al grito de «¡corre busca!» y verle correr y ladrar. El gato desapareció en dos milisegundos. Espero que al menos este susto le mantenga lejos del nido por un tiempo y que los nuevos pollos lo consigan.